Cuando el sol comenzaba a ser mezquino, cuando todo parecía ser parte de lo más, un teléfono llamó. Era papá. Él se puso contento. Quince años sin hablar. Divorcio duro e intransigente. "No lo vas a ver más porque te fuiste con otra". La clásica. Matías estaba contento por dejar ese incómodo estado de orfandad a medias, la orfandad que le inventó la madre para cagarle la vida al padre. Ya era un muchacho grande. ¿Por qué habrían de meterse en su vida otra vez? Todos los padrastros van al infierno. La vieja no estaba. Charló todo lo que quiso. Su viejo le contó cosas de Utopía y Primer Mundo y varios lugares por el estilo. Pero, a pesar del bienestar, de ese estado soñado, quería volver. Ya era un tipo grande. Era hora de pegar la vuelta y reencontrarse con su único afecto. El hijo intentó persuadir a Juan Carlos de quedarse en las lejanías del Hemisferio Norte pero no pudo. Le dijo que él siendo joven puede ir allá y aprovechar las oportunidades que hay. Pero no. El corazón es más fuerte. La Argentina tiene un efecto magnético sobre sus retoños. Creer o reventar.
A la semana, el hombre de sesenta estaba acá. Sin trabajo a la vista, sin una jubilación en lo inmediato. Trámites, muchos trámites por delante. Y la madre de Matías que lo echó a la calle al enterarse del reencuentro tan temido. Al principio, padre e hijo vivieron en una pensión bien puesta de Buenos Aires.Juan Carlos trajo algo de divisas que pronto la inflación argenta consumiría. En la pieza tenían TV con cable, internet, baño privado, aire acondicionado y todo lo que una persona puede pedir. Pero pasó el tiempo y la plata se agotó. Siete meses tiraron así. El pibe hizo lo que pudo para ganarse el pan pero nunca alcanzaba para más. Papear. Lo básico. Entre desodorante, papel higiénico, jabón, la factura del teléfono, la carga de la tarjeta SUBE, la comida y cosas así, se iba lo poco que entraba. Ya no quedaba nada, nada de nada. No hay laburo para un tipo de más de cuarenta. Tampoco hay puestos para jóvenes que no tengan contactos en alguna empresa. La calle, siempre la calle. La calle de donde venimos y hacia donde vamos. Porque todo está ahí afuera.
Una noche fría de invierno encontró al padre y al hijo durmiendo juntos al lado de un pabellón del Hospital Penna, ahí sobre la Avenida Almafuerte. La temperatura era tan pero tan baja que cada respiro era dibujar vapor en el aire. Temblaban y lloraban. "¡No puedo creer esto!". Matías no soportaba la indigencia forzada por su madre. "Discúlpame, hijo. Prefiero que nos separemos y que vuelvas a lo de tu vieja." Él se negaba a oír esas propuestas.
Ellos se abrazaban al tiempo que la térmica se hacía más y más baja. Se tenían el uno al otro.
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