Respeten sus progreleyes y no sean contradictorios censurandome.

El Congreso no promulgará ninguna ley con respecto a establecer una religión, ni prohibirá el libre ejercicio de la misma, ni coartará la libertad de expresión ni de la prensa; ni el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y de pedirle al Gobierno resarcimiento por injusticias.
(Primera Enmienda de la Constitución de los EE.UU., ratificada el 15 de diciembre de 1791.)



Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.

Articulo 19 de la Declaración Universal de los Derechos humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de Diciembre de 1948 en Paris.



- 1. Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión. Este derecho comprende la libertad de opinión y la libertad de recibir o comunicar informaciones o ideas sin que pueda haber ingerencias de autoridades públicas y sin consideración de fronteras.

-2. Se respetan la libertad de los medios de comunicación y su pluralismo.

(Artículo II - 71; Título II concerniente a Libertades del Tratado para el que se establecia una Constitución Europea)

jueves, 29 de septiembre de 2016

Sueños locos LXXV (Otro Oriente)





  Un galpón grande de techo de chapas que deja trascender al sol. Buena luz, pese a todo. En el borde superior izquierdo, muy cerca del portón, un televisor colgado de un soporte metálico color negro. Una propaganda de reclutamiento de las Fuerzas Armadas: un grupo de hombres jóvenes pelados corriendo bajo la lluvia, embarrados. Música heavy metal. Pura acción, todo adrenalina: terrenos pantanosos, helicópteros, ametralladoras, caras pintadas, esfuerzos sobrehumanos. Dioses, dioses guerreros. Yo miraba de pie con un dejo de tristeza por no pertenecer a esa casta divina. Estaba más delgado, con el pelo corto, sin barba. Evidentemente, me había preparado fuerte para estar del otro lado, para ser uno de ellos.

- Pobrecito Alan: se preparó tanto para estar ahí.-

  Una hermosa chica de rasgos nativos, hija preciosa y delgada del Noroeste Argentino, me dijo esas palabras tristes y me pasó la mano por mi cabeza rapada en una caricia condescendiente. Sentí una explosión inexplicable de testosterona: la tomé por la cintura con furia, la envolví en mis brazos y la atraje hacia mí. La besé con mucha violencia, no beso de lengua pero sí de esos donde los labios asesinan con fuego arrebatado. Luego de medio minuto, la solté. La empujé levemente y la miré con soberbia, ego erecto y un algo de maldad. Sabía que hice mal en doblegar así a alguien que tiene novio. Ella sonrío de los nervios, no sabía qué decir. Me fui del hangar sin aviones. No tenía miedo a posibles represalias, miedo a galanes vengadores o a denuncias de abuso. 

- Chau, Alan. -

  Cuando saludó, supe que entre nosotros las cosas iban a quedar bien. Obvio, no aprobaba mi desmesura, mi actitud producto de la borrachera hormonal. Realmente, no era yo. El ejercicio en exceso me había llevado a un estado de locura general. Era inimputable. La única cárcel que podía recibir era de brazos y piernas abiertas. Por algo me había aislado: era todo un peligro para la sociedad que soñaba con proteger armas en mano, uniformado. De todas formas, y con esto no pretendo culpar a la víctima, ella se había metido en la jaula del monstruo. Salir ilesa era todo un milagro. Alguna feminista dirá que podía haber hecho cosas más graves todavía. Pese a todo lo que digan, yo nunca maté mujeres y niños ni he violado a nadie. Siempre entrené para matar hombres. Necesito adversarios de valía para sentirme bien. No soy un hijo de puta torturador. Por eso la CIA me rechazó. Yo quiero acabar con los perros rabiosos del ISIS, no sodomizar a árabes encapuchadas para obtener información. Lo siento, yo no hago eso. 

  Bah, no sé por qué doy tantas explicaciones. Después de todo, no fue más que un beso. Pero besar, en una sociedad tan hipócrita como la nuestra, es más grave que detonar una bomba en un tren repleto de pasajeros. Bueno, no me excuso más. Pueden venir a buscarme su maldita policía, yo los voy a estar esperando con mi alegría explosiva...

 Me fui con el corazón hecho una turbina, por eso estaba encerrado en ese hangar. El avión era yo. Me despedí de ella sin lágrimas, a pura sonrisa. Sabía que alguna vez la vida nos volvería a encontrar. O eso me decía a mí mismo. Aunque en el fondo era consciente de que iba a matar o a morir. Las cosas no habrían de quedarse igual a como estaban, una necia rutina de hombrecitos sin agallas y mujercitas universitarias que ven a un árabe y se mean de la excitación o el miedo. Definitivamente, el mundo necesita sujetos como yo, sujetos que puedan estrellar un auto contra otro y salir de pie a puro disparo, entre fuego, gritos y llantos de una muchedumbre que no entiende, que no quiere entender, que no puede entender. Democracia.

  En un amplio espacio verde de una gran ciudad, una hibridez entre el Central Park de Nueva York y el Parque Chacabuco, la vida me halló de nuevo. Para ser más preciso, estaba en un bar debajo de una autopista, un bar que devino centro de reclutamiento de la Armada. Volví a ver el mismo vídeo de los hombres en un maldito día de entrenamiento. Había olor a gloria. Llené la solicitud de incorporación. Me aprobaron de inmediato por presencia y porque ya me conocían, hacía rato que insistía en mi objetivo de pertenecer. 

  Me fui caminando con gran felicidad por el medio del parque. De costado, una avenida similar a Roca, en Villa Lugano. Arriba, un cielo recargado de celeste. Junto a mí, una rubia muy delgada y de estatura media. Atrás, un grupo de adolescentes y jóvenes curiosos, unos miedosos sin agallas para alistarse. Sus consignas izquierdistas y pacifistas destilaban envidia. Me vieron salir con una mujer preciosa y sucumbieron al odio que los mediocres le tienen a los hombres viriles, viles en su opinión. Había entrado con ropa de civil y salí enteramente trajeado de negro: saco con botones de oro y detalles dorados en la manga, camisa blanca, corbata oscura, pantalón pinzado, zapatos de charol y una gorra con dos anclas, visera de cuero lustroso y listones en blanco y amarillo. También me dieron un arma, creo que era una 45 o algo parecido. Era pesada.

  La muñequita rubia me dijo que era sólo el comienzo, que la verdad la vería en el teatro de operaciones, en una semana, cuando me embarque hacia Medio Oriente. Cansado ya de los izquierdistas que vanamente intentan disuadir a los reclutas de sus objetivos belicosos, me di vuelta e intimé a todos ellos a que se marchen. Los hippies corrieron como nunca lo hicieron en sus putas vidas. Estaba muy cansado de esa gentuza. Da la sensación de que quieren que unos barbudos de otro continente violen a sus madres y hermanas. Sin embargo, y lo digo porque soy hombre de bien, muchos orientales pueden ver a los nuestros como terroristas de piel porcina y accionar infernal. No reniego. Fuego contra fuego. Somos todos parte del negocio mientras una mesa chica decide el futuro del mundo. Cambiamos sangre por petróleo porque no somos lo suficientemente altruistas como para encerrarnos en fábricas y pasar vidas monótonas sin razón de ser. Queremos matar la rutina aunque tengamos que matar a miles. Queremos el campo, la gloria, el sol. Somos seres atávicos, barbarie disfrazada de civilización occidental. 

  Al fin había quedado solo con mi rubia, con una de mis dos rubias. Felices marchábamos por la ruta de la vida que se sabe débil. Felices hasta que un pequeño vehículo, como un carrito de golf pero más largo y vidriado, se detuvo frente a nos. Un cartel en el parabrisas decía en letras grandes negras contra un fondo salmón: "NUEVA YORK". Sí, Nueva York, no "New York". No sabía bien dónde estaba. Para el caso, Occidente y Oriente es como se divide el mundo. Por mucha ideología que destilen los gobiernos títeres de la región, no hay mucho más para elegir. Vamos camino a eso. Porque unos caballeros de Oriente vendrán a bordo de sus alfombras voladoras dispuestos a decapitarte y a apedrear a tu esposa por infiel. Cuestión que unos soldados que viajaban en ese vehículo me dijeron que tenía una semana para presentarme en la Estatua de la Libertad. De allí zarpó el barco que me llevó a mi infierno tan buscado. Luego de avisarme, ellos continuaron con su paseo. Se hospedaban en la embajada.

  La pequeña de pechos planos y cola turgente se fue. No sé adónde. Quizás fue a encontrarse con otro marinero. No descarto que ella tenga un hombre en cada puerto. Tampoco me importa mucho. Mi prometida es la muerte, esa es la que siempre me va a esperar. Mi corazón está puesto en mi tesoro, que está en Oriente. Yo sé bien lo que tengo que hacer. Los cuernos no son peores que las balas que habrían de esperarme al otro lado del Atlántico, más allá del Mediterráneo que alguna vez nos trajo a la vida esta que tratamos de expandir sin conciencia.

  Una vez que ella se despidió de mí con un beso de película, caminé en soledad y tortura mental hasta otro parque, en Palermo. Eso creo. La memoria me falla luego de años de guerra, cárcel, hospital, terapia, entrenamiento, misiones secretas, balazos, golpes, denuncias y otras cosas que no quiero contar para preservar lo poco que me queda de salud mental. Una rubia me esperaba en la puerta de un bar, debajo de un puente por el cual pasa un tren. Espacios privados en medio de espacios públicos, negocios sucios. No tan sucios como la guerra pero sucios al fin. 

  Esta rubia otra era alta. Con tacos medía más que yo. La abracé con fuerza. Los pechos gigantes de ella calentaron mi corazón mientras mis labios se comían ese cuello perfumado, esa piel blanca resplandeciente. Vestía pantalón negro ajustado y una blusa blanca que se había abierto para mostrar la cruz que le santificaba las tetas turcas pecaminosas. No era muy creyente pero me veía como un cruzado, en caballero que iba a salvar su modus vivendi. Sabía que podía dejarme o serme infiel sin temor a ser lapidada o azotada en público. 

  Se la notaba excitada. "Tengo ganas de que nos cojamos toda la noche sin parar." Nuestras lenguas se enlazaron al igual que nuestros brazos. Luego del anticipo de lo que habría de ser la gran noche de los dos, entramos al bar. Pedimos cervezas pizzas. El fin del mundo estaba a una semana de distancia. Los que estaban allí no eran conscientes de lo que pasaba y pasa allá afuera. Me miraron con desprecio por el uniforme. Civiluchos idiotas. La música sonaba de fondo como una caricia a los oídos. Rock tranquilo. En la televisión, casi como una señal divina, el vídeo de reclutamiento. Algunos, que vieron las imágenes y que luego me vieron a mí, se fueron presos de un temor mortal. Era tal el terror que inspiraba que el camarero no me quiso cobrar la cuenta.