Respeten sus progreleyes y no sean contradictorios censurandome.

El Congreso no promulgará ninguna ley con respecto a establecer una religión, ni prohibirá el libre ejercicio de la misma, ni coartará la libertad de expresión ni de la prensa; ni el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y de pedirle al Gobierno resarcimiento por injusticias.
(Primera Enmienda de la Constitución de los EE.UU., ratificada el 15 de diciembre de 1791.)



Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.

Articulo 19 de la Declaración Universal de los Derechos humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de Diciembre de 1948 en Paris.



- 1. Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión. Este derecho comprende la libertad de opinión y la libertad de recibir o comunicar informaciones o ideas sin que pueda haber ingerencias de autoridades públicas y sin consideración de fronteras.

-2. Se respetan la libertad de los medios de comunicación y su pluralismo.

(Artículo II - 71; Título II concerniente a Libertades del Tratado para el que se establecia una Constitución Europea)

lunes, 31 de octubre de 2016

Blanda tiempo

 

  De nada o de algo. O del rebote leve de sus tiempos vapuleados. Con aroma de fe, de favor, de puntas y muelles ajenos en desgarro de una inocencia desconocida. Por altura, por flechas y por arrancar desde abajo las miradas asombradas de verde y espanto. Sacrificio, virajes celestes e infusiones graves en la madrugada plena. Su azul, su rojo, su yo y su vos en eso de precipitarse en doctrinas, dibujos y sonidos claros y besos.

  La charla. Se implican con la suavidad de una cuadra que se vive toda en sus metros hurtados al agravio. Las ternuras vuelan con sosiego para llegar certeras a los otros mundos, mundos cuyas capas hacen desaparecer lo mejor de las bocas angelicales. Ozono falso que diluye los contornos de lo verdadero, lo que libra de esas cadenas que no se ven pero que cortan las almas. Oportunidades no van a faltar. Pero es probable que muchos mensajeros corran muertos el beso incierto de patria, desdicha, arrebato y empedrado flor.

  En templos graves ha de vivir tu suerte indiferente al reclamo de las frustraciones y los desvelos de otredades tontas. Hoy vos, hay vos. En un pedacito de afuera, vas a enterarte de que te fue bien. La bandera de la tarde se va a alegrar en tu gracia. El sol, en su contento ciego, te va a regalar mil destinos para armar. Entonces algo se va a alejar para agrandar eterno un porvenir. Luego un silencio y una paz te van a rodear con un remedio casero de conciencias. Para el fresco de tu mente, una lluvia sin par y un regreso anhelado desde siempre.

  Blanda tiempo.

domingo, 30 de octubre de 2016

Sueños locos LXXVIII (Puente Lacarra)



  Me quedé mal de esa vez. El título es para disfrazar un poco lo que pasó, una pesadilla a plena luz del día, en Capital Federal. Para ser precisos, en el Puente Lacarra, ese que corre por encima de la Autopista Perito Moreno, a la altura del Parque Avellaneda, se dio esa desgracia con poca suerte que voy a intentar contar. Me ahorro ciertas cosas para preservar mi integridad física. 

  Bueno, no quiero andar con rodeos. La cuestión es que viajaba en el 141, ese vehículo rojo como el infierno que conecta la hermosura de Palermo con la dejadez de Puente La Noria. Todo iba bien, normal. Qué sé yo. Viajaba sentado. No me podía quejar. Nunca falta el ejército de embarazadas y viejas que te hacen parar. O las embarazadas sensuales y voluptuosas que te la hacen parar. Esa es otra historia. La posta es que, al pasar San Juan Beata de la Salle, la hermosa avenida con espacios verdes en el centro, esa que se interna casi en la Villa Cildañez, distrito peligroso, vi un retén policial. Un coche particular con cuatro tipos con camperas con la inscripción "P.F.A.": Policía Federal Argentina. Un amigo anarquista dice que las siglas significan Putos, Fachos, Asesinos. Digresiones a un costado, la presencia de uniformados y patrulleros se elevó drásticamente en los últimos meses. Avenida del Trabajo, o Eva Perón, Evita es sinónimo de trabajo, muere en Avenida Directorio, cerca del Parque Chacabuco. Del lado de Provincia de Buenos Aires, se hace Crovara y se mete en los peores suburbios pesadillados por el hombre. Es decir, es una arteria larga, que conecta zonas muy complicadas, tomadas por delincuentes pesados.

  Un Fiat Siena pasó al lado de los cuatro tipos que tenían el coche arriba de la vereda, con la baliza arriba del techo. Los efectivos le dieron la voz de alto a los dos ocupantes del vehículo, se veían sospechosos y querían hacer requisa. El conductor, un pelado de ceño fruncido, gritó "¡yuta puta!" Los polis se subieron rápidamente al auto y comenzaron la persecución. Ninguno de los pasajeros había advertido la secuencia. Yo siempre voy muy atento mirando todo lo que pasa alrededor. Antes leía en los transportes públicos pero en esta etapa de mi joven vida leo en la facultad para vivir con más intensidad el misterio de la calle. 

  El colectivero advirtió lo que pasaba. Bah, escuchó las sirenas y se dio cuenta de qué auto era el perseguido. Miró por el espejo retrovisor y vio que el acompañante disparaba hacia atrás. El colectivo se encontraba a la izquierda de los protagonistas del tiroteo. En ese momento, los pasajeros empezaron a avivarse de la acción. Un adolescente sacó la cabeza por la ventanilla para ver qué pasaba pero la madre lo increpó a los gritos y le dijo que le podían meter un tiro. Hubo algunas mujeres que lloraron un poco. Otros se tiraron al suelo. Fue todo muy confuso, milésimas de segundos nomás. No sé. No puedo reconstruir bien todo esta película.

  No podría precisar cómo pero llegué a mirar a los ojos al conductor criminal que iba rápido y furioso hacia alguna parte, lejos de los federales que lo perseguían para arrestarlo y molerlo a golpes. El pelado de ojos verdes y cejas oscuras y densamente pobladas me miró con odio. Yo no le había hecho nada. Le grité "¡chorro hijo de puta!" luego de su mirar diabólico. Se rió con soberbia. Pero no le duró mucho la hombría porque el chofer giró el volante levemente hacia la derecha y los ladrones terminaron con su coche trompeado entre la puerta delantera y la del medio del colectivo. Gracias a Dios, ningún pasajero resultó herido. La maniobra del colectivero fue quirúrgica: hizo que el bondi le corte el camino a los cacos sin dar margen a un impacto violento. Es como cuando alguien te quiere pegar pero le estás casi respirando en la cara y no puede siquiera levantar una mano contra tu humanidad. Si el Siena de los rochos tenía más campo para carretear y daba de lleno contra la unidad de la línea 141, ahí sí: la de San Quintín, con muerto y todo. 

  Cuando frenó el colectivo, le pedí por favor al chófer que abra la puerta, que quiero bajar, déjame bajar, por favor. Bajé. Todos se quedaron arriba: gritaban, lloraban, insultaban a los ladrones. La parte delantera del Fiat Siena quedó abollada. Los delincuentes se encontraban ilesos. El pelado quiso abrir la puerta pero yo se la trabé con el cuerpo, con mi lado izquierdo de mis casi noventa kilos y metro ochenta de altura, y le di dos piñas en la boca con mi derecha de acero. Sabía que el acompañante tenía una pistola. Por eso me agaché mientras el piloto ensangrentado me insultaba y en vano se esforzaba por escapar. Yo estaba agazapado e impedía, con todo mi peso, que el tipo pudiera abrirse a la libertad. Fueron segundos que parecieron meses. Cuando el brazo izquierdo de mi prisionero intentó darme un amansador golpe en la cabeza, la policía había arribado. Los cuatro federales bajaron armas en mano y amenazaron de muerte a los bandidos. "¡No hagan nada, hijos de puta! ¡Lo vamos a matar! ¡Vos, pelado puto, si le pegás al pibe, te quemo acá mismo!" 

- ¡Vos, flaco, salí de ahí! ¡Ya está! - Eso me dijo el cabo Manuel Suárez, un morocho retacón de biceps trabajados y ojos pardos como una noche sin luna. Me sentía mareado, con la presión baja. El colectivero me preguntó si estaba bien. La chusma de los pasajeros me aplaudió. Era el héroe del día. El acompañante del pelado también estaba un poco abombado. Por eso no atinó a disparar luego del impacto. Era un pibe de ojos achinados, flaquito, cara de idiota, algunos granitos, pelo corto. Parecía peruano. Creo que era peruca pero no me acuerdo. El dolape era bien argento, eso sí. Claramente. Tenía acento bien porteño. El otro, por lo que lo escuché pedir por su mujer embarazada y no sé qué historia, daba una onda norteña por la tonada, medio bolita. 

  La gente del bondi pedía que maten a los delincuentes. Estaban todos exaltados. Los coches pasaban y tocaban bocina, justo a la altura del puente, mano a Flores. Los curiosos reducían la velocidad y gritaban consignas violentas contra los detenidos. Yo no entendía nada. Me sentía cansado, con la presión por el piso. Me senté en el capó del auto de los polis e intenté tomar aire mientras ellos interrogaban a los esposados, ambos con sus remeras levantadas para cubrir sus rostros. Uno de los federales, Juan Espósito, un canoso cincuentón de ojos claros, dijo que encontró merca debajo de la rueda de auxilio. Mostró una bolsa transparente con un contenido blanco. El chófer pidió permiso para seguir viaje. La euforia colectiva disminuyó a los cinco minutos. Se habían acordado de que tenían que ir a laburar o a estudiar, manga de vagos. Raro pero los oficiales dejaron que el colectivo se vaya junto al responsable de haber evitado la fuga con el bravo encierro que lanzó a los malvivientes. 

 Yo me quedé de testigo. Me ofrecí. Me aceptaron no sé por qué. Se ve que insistí mucho y vieron que era del palo. No paraba de insultar a los ladrones. También me hice ver un poco y dije que mi viejo fue de la División Robos y Hurtos. Empecé a hablar casi como un policía. Pese a la barba y el pelo largo, vieron que yo evité que el pelado se vaya a la mierda, a puro huevo lo mío. Digo lo de mi aspecto porque no doy hombre de la ley sino hippie mugroso de la Facultad de Filosofía y Letras. Pero no, las apariencias engañan. 

- Bien, pibe, bien. ¿Por qué tu viejo no te hizo entrar en la Fuerza? -

- Se dio de baja siete años antes de que nazca. Ah, y se fue cuando yo era guacho. Pasé casi toda mi vida con mi vieja. Ojo, quise ser milico pero me rechazaron porque decían que soy fifi. Qué sé yo. Al menos lo intenté. Pero sí, me cabe ser ortiva. No los puedo ni ver a los chorros. Si tuviera un fierro y un auto, salgo y los mato a todos. -

- No seas boludo. Mirá que los Derechos Humanos siempre rompen las bolas, por más que esté Macri. Igual, si te va ser cobani, yo te puedo hacer ingresar. Soy el director de ahí de Madariaga y General Paz. Bah, director no pero la calle la manejo yo. Soy oficial, no sargento, sin desmerecer acá a los muchachos que no quisieron estudiar.-

- Vos te hacés el gato porque tenés ojos claros. - Chicaneó el negro Suárez. 

- Cállate, negro cornudo. Terminá de hacer el acta, nabo.-

-¡Sí señor!-

   Los cuatro rieron como hienas. Yo también. Me sentí parte de la familia. Está bueno. Prefiero eso y no ser de esos de gorrita que le roban a las minas y a los laburantes. Entre un chiste y otro, me subieron al Chevrolet Corsa gris. Suárez se fue en el Siena con los ladris. Iban esposados de pies y manos. No sé para qué tanto. 

- ¿Por qué le pusieron ganchos en las patas? - pregunté.

- Por las dudas, dijo un cura, y se compró una cama de dos plazas.

  Me dijeron que iban a ir a Madariaga y General Paz. Pero doblaron en Eva Perón y Murguiondo, cuando, creo yo, tendrían que haber ido todo derecho por General Paz. Me explicaron que era mejor evitar Ciudad Oculta, una villa muy brava. Yo asentía a todo. Confiaba en ellos. O lo intentaba. Sabía que a mí no me iban a hacer nada. No era parte real del asunto. Podrían haberme dejado antes de partir, cuando les firmé las actas de testigo arriba del baúl. Pero les di tanta charla y entretenimiento que terminé mezclado en todo ese merengue. Me hicieron el chamuyo de que me querían presentar a un par de comisarios en la dependencia. No sé para qué pero es entendible que la policía quiera amigos y más si son intelectuales y con bolas.

  Al llegar a Murguiondo y Echeandía, me hicieron bajar. Los dos coches se estacionaron y bajaron todos los ocupantes, policías y ladrones. Silencio. Los detenidos quedaron sentados en la vereda, espalda contra la pared. Los nervios habían ganado los rostros de los federales. Yo los observaba a los cuatro pero no conseguía dar con los ojos de ninguno. No querían mirarme. Hasta que Suárez tomó la iniciativa...

- Mirá, nosotros nos vamos a quedar acá. Tenemos que arreglar algunas cositas. Vos, Alan, te vas ahora a tu casa derechito por Murguiondo. No le decís nada a nadie, no hablás con nadie, con nadie. Ni con tu vieja. ¿'Tamo'? Te vamos a estar mirando. Sos un buen pibe. Acá la onda es entre estos putos y nosotros, vos no tenés nada que ver. Está todo bien con vos, ¿entendiste? -

- Sí, entendí. -

  La verdad es que no entendí una mierda pero los cuatro me saludaron con un beso en la mejilla y Espósito, no sé por qué, me dio diez lucas de su bolsillo. En concepto de qué, no sé. Sé que caminé con el culo en las manos y el Jesús en la boca. Antes de llegar a la autopista, al puente que está después de pasar la placita, un policía, esta vez  vestido con el uniforme tradicional, me miró desde una esquina y me hizo, con el dedo índice en los labios, el gesto de silencio, como si fuera una enfermera pero con bigote.     

sábado, 29 de octubre de 2016

Providencias



  Al vano andar en círculos le estarían llegando los últimos pulsos. Sin embargo, la demora del día pone en entredicho las esperanzas que han cimentado la marcha grave y silenciosa. ¿Cuándo, cuándo? Una y otra vez la maldita pregunta. No se ve que en las repeticiones surgen pequeñas "imperfecciones" que devienen caminos nuevos, nunca entrevistos. El perímetro tiende a su ampliación sin que lo adviertan los centinelas ebrios, muy ebrios de soberbia y dejadez.

  Las ruinas son puestas en distancia por el que sigue la mirada de su fe revelada. Ve los lagos venideros, no las arenas que envuelven los senderos mezquinos y olvidados. Si todo es susceptible de transformarse, ¿por qué las prisiones serían siempre invisibles? Los días no pueden ser obligados a igualarse los unos a los otros. Los rayos del sol varían en intensidad y algunas gotas de lluvia refrescan de cuando en cuando los negros y gruesos barrotes de las celdas superpobladas de fantasmas y penas.

  Noches y noches nacerán los mares que llevarán a los prófugos a cualquier parte. Las mañanas se abrirán grandiosas a los pechos que soportaron las fatigas de llantos eternos y solitarios, lágrimas peregrinas que dieron sustento a las más variadas evasiones conocidas por la inteligencia humana.

  En el hoy, hoy. Hoy y hoy, sucesión dolorosa de horas imposibles y ventanas cerradas. En el fondo, oscuridad. Aunque hay algo de una suerte que creyó, una caricia que arrebató un alma de ese rincón de súplicas y golpes a matar. Una voz suave agita ondas leves que invitan al sueño, al sol, al deseo de poder más. 

  Se trata de misiones. Dos líneas convergen en un punto pero luego siguen su dirección inequívoca. O eso es lo que programa la burda matemática de los destinos trazados por antaño. De todas formas, son tonteras. La razón verdadera es que cada cual puede librar batallas graves contra la ausencia y el callar. Muy pocos se atreven a cruzar los ríos entremedios. El problema es que los redimidos, todavía atontados por la sorpresa, sufren el caminar en soledad, el verse privados de esa sensación de sanación inesperada, milagrosa. Es difícil comprender que los salvados deben ir a salvar a otros. La adicción a la indulgencia es peligrosa como la misma desgracia. 

  En fin. Quedan las gracias, los soles, los rezos y esos letargos enfermos que estiran sus brazos maquínicos contra las juventudes del ahora y el mañana. El correr hacia la aurora brillará las consciencias de los venideros y expiará las culpas de los que no supieron o no quisieron imponerse a las bravas corrientes del mundo.  

Redobles

  Asido a la calma no querida, a lo que queda lejos de los anhelos bien compuestos. Alma. Sirva todo eso que circunda para enaltecer lo que tiene madera de cielo bueno y duro, con besos de plata y fuegos atigrados como el delirio de esas olas nunca pensadas. Casi fuga.

  Memorias de noches inconclusas por vigilias entremetidas con vasos de luz y voz permanente. Claro, claro. Se pierde, se, se. Se todo, se brilla, se arde, se se.

  Aunque una desdicha manche el rostro de tus verdades, no aborrezco la sombra que se cierne sobre los esbozos que hago de destinos y ocasiones. Cuando nos miremos a los ojos, volaremos el mar celeste azul que nos olvide el mundo.

jueves, 13 de octubre de 2016

Sueños locos LXXVII (Piñas en el premetro)

 

  Se estaba por morir el sol. Una tarde de verano clavado en el barrio, sin trabajo y con pan a falta de carne y otros lujos alimenticios. Semanas de sequía: la lluvia como la mujer difícil que parece que nunca va a venir a tu vida. Sobre el asfalto, el gasoil orinado por colectivos truchos y autos rotos. En el medio de la avenida casi desconocida, los porteños no la reconocen como propia, una suerte de tranvía que todavía le gana al paso del tiempo: el premetro, ese que alguna vez alguien se tomó para aventurarse por tierras incógnitas. En fin, eso era y es la nada misma: los monoblocks grises, verdes y blancos frente a una gran extensión de verde que incluye campo de golf, canchas de fútbol, lago, espacios de basquet. Todo, todo en un mismo sitio pero dividido por una reja raquítica: de un lado, los ricos con el palito y la pelotita. Del otro, la popular con la pelota de cuero, los gritos y las tipas entangadas que toman sol a un costado de la línea de cal. El silencio burgués y la gritería proletaria ahí, en el culito de Buenos Aires, rincón sudoeste de nuestra capital.

  El premetro corre en medio de avenidas sureñas conocidas por pocos. Atraviesa varios de los barrios más peligrosos de la Ciudad. Un par de guardarrailes protegen las vías del contacto con otros vehículos. Salvo por ciertos cruces e improvisados pasos a nivel, no hay posibilidad de que el tranvía mencionado se dé con los coches. Han habido choques pero no muchos. El vagón nuestro no se parece al que se ve en las películas filmadas en San Francisco, ese que va a su suerte y verdad, siempre al filo de un encontronazo mortal con fierros andantes en una pronunciada bajada que va directo al infierno californiano. 

  Yo bajé del premetro acalorado en esa tarde veraniega que no habría de olvidar jamás. Un andén de cemento resguardado por un techo metálico acanalado me esperaba. Me fui por el lado trasero, donde está la rampa. Luego caminé por el costado del guardarraíl, sobre el pasto seco y los yuyos, al filo de la avenida. No pasaba ningún auto. Pero un sujeto nefasto estaba parado allí, cerca de la esquina donde el tranvía dobla para perderse en su estación postrera. Podría haberme cruzado a la canchita, detrás de los monoblocks. Pero elegí jugarme la suerte para demostrar mi aguante. Cruzar de vereda en el barrio es el equivalente a rechazar un convite. Y eso es lo mismo que ser cobarde, lo cual es casi una condena a pagar peaje por toda la eternidad para llegar a casa. Los recaudadores son los drogadictos locales, verdaderos hijos del demonio que siempre se empeñan en hacerle el mal al prójimo. No obstante esas alimañas marihuaneras, me sentí bien al saberme vivo, lleno de energía y fuerza como para resistir los embates de la muerte.

  El sujeto de tez oscura y ojos pardos que allí estaba cuan vigilante de Satán había sido muerto de un disparo en el ojo. Le quiso robar a un gendarme y éste se despachó a gusto y placer. El caco era el hermano del tristemente célebre "Puca", del cual he hablado alguna vez. No podía creer que haya vuelto a la vida. Se veía igual que siempre: zapatillas deportivas Nike con resortes, gorra que tapa el rostro, camiseta del algún equipo de fútbol extranjero. Bah, digamos que tenía el aspecto típico de estos energúmenos barriobajeros que andan por ahí haciendo huérfanos y viudas.

  Yo caminé hacia él. No podía ser un fantasma porque todavía era de día. Tal vez era algún hermano o primo o algún pibito parecido. Al fin y al cabo, esos soretes son todos iguales. Mientras avanzaba sobre el pasto que crece al costado del guardarraíl, él me miraba sobrador, con una sonrisa incompleta pero soberbia. Los faltantes, lejos de convertirse en señal de humillación y burla, parecían conferirle a sus fauces un algo realmente demoníaco. Yo iba hacia adelante, frente erguida y mirada fija en mi posible adversario. Intuía. 

 Cuando estuve cerca, una trompada me dio en la sien. Fue de esas zumbadoras, las que te dejan pensando, esas que te sacuden los caramelos contra las paredes del frasco. El impacto no fue limpio sino más bien sucio por la mano del agresor, que quizás se limpió el orto con los dedos momentos antes. También fue sucia la jugada por traicionera. De todas maneras, el arrebato llegó torcido, no me dio de lleno. Me dolió pero atiné a agacharme para no recibir a repetición derechazos pletóricos de bravura, saña y alevosía. Ya con la cabeza abajo y la izquierda presta a cubrirme el rostro, estiré tres derechas atrevidas a sus costillas. Él quiso retroceder pero yo me agaché todavía más, embestí valiente y descargué un doble mandoble sobre la boca de su estómago. Quedó sin aire, aunque tuvo la precaución de envolverse en sus brazos tipo bicho bolita. Por temor al contraataque, le tiré una patada de puntín en la rodilla izquierda. El puntazo le hizo bajar la guardia en el fragor de un grito de dolor desesperado. En ese momento de puro milagro, acerté unos buenos puñetazos en sus quijadas que lo dejaron seco contra el piso. 

 Parecía una jornada de gloria para mí pero al llegar a mi casa, borracho de adrenalina, me vi en el espejó y noté sangre en el abdomen. En el cénit de la pelea, en medio de trompadas asesinas y la posibilidad cierta de caer y ser pateado en el piso hasta la muerte, no había visto venir el puntazo. Se ve que era una faca aguda y afilada. Del agresor no se supo más nada. O me creyó muerto a las pocas horas o temió por posibles represalias. Lo cierto es que, aún estando nocaut, se reía con visible satisfacción. "¿De qué te reís si estás tirado en el piso, boludo?" La hiena desdentada seguía su festín. "No' vemo' en Disney, amigo".    

miércoles, 12 de octubre de 2016

Sueños locos LXXVI (Homeland)




  Era una tarde de sol en Virginia. Sin embargo, los hombres y mujeres que controlaban los cielos de todo el mundo nada sabían de lo que acontecía en superficie. Ellos estaban en un sótano enterrado a varios metros de profundidad, un búnker solamente conocido por la CIA y la cúpula del Pentágono. No había paredes sino pantallas con el movimiento en tiempo real de todas las aeronaves y embarcaciones del planeta. Cada operario vestía camisa blanca y pantalón negro y poseía una computadora desde la cual podía acceder a una base de datos universal. Todos los allí reunidos estaban muy ensimismados, cada cual abocado a lo suyo, en la penumbra austera de su cúbiculo. Unas pocas personas estaban de pie en ese enorme salón sin luces. Carrie Mathison y Saul Berenson lucían enloquecidos, ojerosos, alterados, llenos de transpiración y nervios. Unos generales se miraban consternados en una suerte de sala de situación improvisada. Algo habría de pasar pero no intuían qué podía ser. Una amenaza terrorista había llegado desde Medio Oriente: un blanco estratégico iba a ser atacado en las próximas horas. 

  De repente, una explosión partió el suelo en varias partes, como si hubiera habido un terremoto. Instantes después, cedió una parte del techo. Las pantalla se habían roto en miles de pedazos. La tierra se tragó a todos los empleados. Había polvo por todas partes. El grueso del personal se había convertido en cadáver. Los pocos que sobrevivieron fueron rápidamente ultimados por unos niños muy pequeños que llevaban armas de fuego hechas a medida de sus manitos.

  Dar Adal ingresó por una puerta trasera junto al Sargento Brody. El primero río con satisfacción por la concreción perfecta de su plan. El segundo, cabizbajo, lamentó haber sido utilizado para tan macabro fin. Un ataque así en los Estados Unidos justifica cualquier acción del Tío Sam en cualquier parte del mundo. Los analistas de inteligencia lo saben muy bien. 

  El misterioso Dar Adal, hombre calvo de ojos pardos y nariz aguileña, se llevó a sus cuatro hijos de inmediato. Los niños estaban felices por todos los que habían matado. Sabían bien que no era un juego. El mayor tenía apenas seis. Sin embargo, como si fuera obra de un pacto diabólico, las criaturas tenían mentalidad de gente grande. El Sargento Brody, escandalizado al ver a estos hijos del Diablo, se fue casi sin despedirse del hombre que lo chantajeó con su libertad y con la posibilidad muy cierta de una condena a muerte. La cara colorada del falso héroe de guerra se colmó de rubor y sudor al ver que los pequeños se limpiaban la sangre de las manos con la lengua.

  Una vez que Dar Adal estuvo en su casa, se dispuso a hacerle una merienda a sus pequeños asesinos. Ellos vestían trajes rojos con detalles en negro, se consideraban un equipo, un escuadrón de la muerte. Se habían quitado sus máscaras y ahora esperaban por la leche y las galletas. Reían y se peleaban para ver quién había ultimado a más empleados del búnker. 

  Uno de los chiquillos, el de seis, se disparó en la pierna derecha por error. Sacó el arma de la cartuchera y salió el tiro sobre la cara externa de su muslo blanquito. El de cinco, al ver el desmayo de su hermano, lo creyó muerto y se suicidó de un disparo en la sien. Todo esto en menos de veinte segundos. El niño de cuatro también se quitó la vida. La niña de tres lloraba desesperada. El padre la alzó con ambas manos desde su cinturita,la suspendió en el aire y la miró fijo a los ojos. La rubita, con desconsuelo, gritó que quería ir al entierro de sus hermanitos. Dar Adal, para darle fin a su progenie maldita, arrojó a la desgraciada con todos sus fuerzas contra una pared. Falleció producto de un traumatismo de cráneo. Él continuó la tarea de asesinar por todo el mundo a pesar de haber perdido lo único que le quedaba de familia. Dos años antes, había liquidado a su madre, a sus suegros y a sus padres. Pequeño detalle: el mayorcito se murió desangrado, su papá nunca se dignó a asistirlo. Es más, hasta gozó ver la lenta agonía de su hijo.