Respeten sus progreleyes y no sean contradictorios censurandome.

El Congreso no promulgará ninguna ley con respecto a establecer una religión, ni prohibirá el libre ejercicio de la misma, ni coartará la libertad de expresión ni de la prensa; ni el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y de pedirle al Gobierno resarcimiento por injusticias.
(Primera Enmienda de la Constitución de los EE.UU., ratificada el 15 de diciembre de 1791.)



Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.

Articulo 19 de la Declaración Universal de los Derechos humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de Diciembre de 1948 en Paris.



- 1. Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión. Este derecho comprende la libertad de opinión y la libertad de recibir o comunicar informaciones o ideas sin que pueda haber ingerencias de autoridades públicas y sin consideración de fronteras.

-2. Se respetan la libertad de los medios de comunicación y su pluralismo.

(Artículo II - 71; Título II concerniente a Libertades del Tratado para el que se establecia una Constitución Europea)

jueves, 13 de octubre de 2016

Sueños locos LXXVII (Piñas en el premetro)

 

  Se estaba por morir el sol. Una tarde de verano clavado en el barrio, sin trabajo y con pan a falta de carne y otros lujos alimenticios. Semanas de sequía: la lluvia como la mujer difícil que parece que nunca va a venir a tu vida. Sobre el asfalto, el gasoil orinado por colectivos truchos y autos rotos. En el medio de la avenida casi desconocida, los porteños no la reconocen como propia, una suerte de tranvía que todavía le gana al paso del tiempo: el premetro, ese que alguna vez alguien se tomó para aventurarse por tierras incógnitas. En fin, eso era y es la nada misma: los monoblocks grises, verdes y blancos frente a una gran extensión de verde que incluye campo de golf, canchas de fútbol, lago, espacios de basquet. Todo, todo en un mismo sitio pero dividido por una reja raquítica: de un lado, los ricos con el palito y la pelotita. Del otro, la popular con la pelota de cuero, los gritos y las tipas entangadas que toman sol a un costado de la línea de cal. El silencio burgués y la gritería proletaria ahí, en el culito de Buenos Aires, rincón sudoeste de nuestra capital.

  El premetro corre en medio de avenidas sureñas conocidas por pocos. Atraviesa varios de los barrios más peligrosos de la Ciudad. Un par de guardarrailes protegen las vías del contacto con otros vehículos. Salvo por ciertos cruces e improvisados pasos a nivel, no hay posibilidad de que el tranvía mencionado se dé con los coches. Han habido choques pero no muchos. El vagón nuestro no se parece al que se ve en las películas filmadas en San Francisco, ese que va a su suerte y verdad, siempre al filo de un encontronazo mortal con fierros andantes en una pronunciada bajada que va directo al infierno californiano. 

  Yo bajé del premetro acalorado en esa tarde veraniega que no habría de olvidar jamás. Un andén de cemento resguardado por un techo metálico acanalado me esperaba. Me fui por el lado trasero, donde está la rampa. Luego caminé por el costado del guardarraíl, sobre el pasto seco y los yuyos, al filo de la avenida. No pasaba ningún auto. Pero un sujeto nefasto estaba parado allí, cerca de la esquina donde el tranvía dobla para perderse en su estación postrera. Podría haberme cruzado a la canchita, detrás de los monoblocks. Pero elegí jugarme la suerte para demostrar mi aguante. Cruzar de vereda en el barrio es el equivalente a rechazar un convite. Y eso es lo mismo que ser cobarde, lo cual es casi una condena a pagar peaje por toda la eternidad para llegar a casa. Los recaudadores son los drogadictos locales, verdaderos hijos del demonio que siempre se empeñan en hacerle el mal al prójimo. No obstante esas alimañas marihuaneras, me sentí bien al saberme vivo, lleno de energía y fuerza como para resistir los embates de la muerte.

  El sujeto de tez oscura y ojos pardos que allí estaba cuan vigilante de Satán había sido muerto de un disparo en el ojo. Le quiso robar a un gendarme y éste se despachó a gusto y placer. El caco era el hermano del tristemente célebre "Puca", del cual he hablado alguna vez. No podía creer que haya vuelto a la vida. Se veía igual que siempre: zapatillas deportivas Nike con resortes, gorra que tapa el rostro, camiseta del algún equipo de fútbol extranjero. Bah, digamos que tenía el aspecto típico de estos energúmenos barriobajeros que andan por ahí haciendo huérfanos y viudas.

  Yo caminé hacia él. No podía ser un fantasma porque todavía era de día. Tal vez era algún hermano o primo o algún pibito parecido. Al fin y al cabo, esos soretes son todos iguales. Mientras avanzaba sobre el pasto que crece al costado del guardarraíl, él me miraba sobrador, con una sonrisa incompleta pero soberbia. Los faltantes, lejos de convertirse en señal de humillación y burla, parecían conferirle a sus fauces un algo realmente demoníaco. Yo iba hacia adelante, frente erguida y mirada fija en mi posible adversario. Intuía. 

 Cuando estuve cerca, una trompada me dio en la sien. Fue de esas zumbadoras, las que te dejan pensando, esas que te sacuden los caramelos contra las paredes del frasco. El impacto no fue limpio sino más bien sucio por la mano del agresor, que quizás se limpió el orto con los dedos momentos antes. También fue sucia la jugada por traicionera. De todas maneras, el arrebato llegó torcido, no me dio de lleno. Me dolió pero atiné a agacharme para no recibir a repetición derechazos pletóricos de bravura, saña y alevosía. Ya con la cabeza abajo y la izquierda presta a cubrirme el rostro, estiré tres derechas atrevidas a sus costillas. Él quiso retroceder pero yo me agaché todavía más, embestí valiente y descargué un doble mandoble sobre la boca de su estómago. Quedó sin aire, aunque tuvo la precaución de envolverse en sus brazos tipo bicho bolita. Por temor al contraataque, le tiré una patada de puntín en la rodilla izquierda. El puntazo le hizo bajar la guardia en el fragor de un grito de dolor desesperado. En ese momento de puro milagro, acerté unos buenos puñetazos en sus quijadas que lo dejaron seco contra el piso. 

 Parecía una jornada de gloria para mí pero al llegar a mi casa, borracho de adrenalina, me vi en el espejó y noté sangre en el abdomen. En el cénit de la pelea, en medio de trompadas asesinas y la posibilidad cierta de caer y ser pateado en el piso hasta la muerte, no había visto venir el puntazo. Se ve que era una faca aguda y afilada. Del agresor no se supo más nada. O me creyó muerto a las pocas horas o temió por posibles represalias. Lo cierto es que, aún estando nocaut, se reía con visible satisfacción. "¿De qué te reís si estás tirado en el piso, boludo?" La hiena desdentada seguía su festín. "No' vemo' en Disney, amigo".    

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